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Hacía mucho frío. Pero no era una corriente de aire frío que se evita cerrando la ventana, sino un frío que llegaba hasta el tuétano, penetrante y constante. Fue el frío lo que me obligó a recuperar la consciencia, pues la sensación era extremadamente incómoda y a la vez extraña, pues nunca antes había experimentado nada parecido.
Estaba consciente, pues podía sentir el penetrante frío y podía reflexionar acerca de la sensación. Simplemente podía pensar. Llamó mi atención el tenue sonido de una canción especial para mí, que parecía ahogado tras atravesar una espesa barrera. Fue cuando traté de incorporarme para apreciar mejor la melodía, que me dí cuenta de que no podía mover mi cuerpo. No importó lo mucho que lo intenté, ni cuanto me esforcé. Simplemente no podía moverme. Era una mente atrapada en una prisión de carne, huesos y vísceras. Era un prisionero mudo e invisible.
Mientras seguía en la tenaz lucha por dominar mis extremidades, logré escuchar un murmullo. Al prestar atención y enfocarme en el sonido, paulatinamente se fue transformando en varias voces independientes, que pertenecían a una multitud de personas. Escuchaba comentarios y sollozos. Muchos lamentos y dolor, los que no logré comprender.
En un momento determinado, y tras concentrar toda la energía de mi conciencia en dominar mis extremidades, recordé una técnica metafísica llamada ¨Desdoblamiento¨ que permitía a la conciencia (o al alma) separarse del cuerpo y desplazarse libremente por el espacio. Fue mediante ella que logré abandonar mi prisión, y lentamente apreciar lo que me rodeaba.
Era una habitación amplia, alumbrada por lámparas que emanaban una luz tenue y opaca. Había algunas sillas de madera, con cojines de color carmesí y remaches dorados. Estaba adornada con multitud de arreglos florares en forma circular de los cuales colgaban cintas de seda con palabras escarchadas. La música que escuchaba era una enfermiza mezcla de una tonada melancólica y llantos adoloridos. Lamentos, condolencias, tristeza, preguntas sin responder.
En el centro de la habitación había un ataúd de madera brillante y color azabache, sobre el que se apoyaban algunas fotografías. Al lado derecho del ataúd estaban mi madre y hermanos, en cuyos rostros pude ver la amargura infinita que provoca la pérdida de un ser querido. Al lado izquierdo, sentado en solitario, y con la cabeza apoyada sobre sus manos estaba mi padre, llorando desconsoladamente y fumando un cigarrillo tras otro, compulsivamente.
Al acercarme para apreciar mejor la escena, y conocer la identidad del difunto, me sorprendió sobremanera ver que el cadáver que ocupaba el hermoso ataúd era yo. Me tomó varias horas comprender la situación, durante las cuales intenté desesperadamente comunicarme con los otros y decirles que aún vivía, que aún estaba consciente. Finalmente, tras agotar toda posibilidad de comunicación sólo quedó para mí la resignación. Aceptar y enfrentar mi situación, e intentar comprenderla.
Me había despertado a causa del frío, pero no recordaba cuándo me había dormido. Cada vez que intentaba recordar lo que sucedío la noche anterior el dolor invadía mi mente. Decidí resueltamente recordar lo que había pasado e ignorar el dolor, el cual era diferente pues no era físico. Era infinitamente perturbador, pues estaba directamente en mi mente.
Recordé que la noche anterior había estado en mi local favorito, rodeado de las personas que frecuentan el sitio. Escuchando buena música y divagando sobre diferentes temas, bebía una tras otra cerveza. Cuando eran ya casi las 6 am abordé mi camioneta y partí, aún sabiendo que estaba ebrio. No estoy seguro del porqué tomé una ruta distinta, ni cuál fue el motivo de mi distracción, pero en un abrir y cerrar de ojos me encontraba en ruta de colisión contra un gran muro de piedra, que forma parte del Ávila. Para cuando me dí cuenta, era muy tarde y no había nada que hacer.
Después, todo pasó muy rápido. Recuerdo la sensación de pánico que corría por mi espina dorsal mientras todo daba vueltas al azar. Recuerdo el sonido del metal compactándose sobre sí mismo, las piezas metálicas desprendiéndose y volando por los aires. Recuerdo el estremecedor sonido del impacto. Recuerdo el dolor. El dolor que se extendía completamente por mi cuerpo. Recordé haber sobrevivido, pero imposibilitado de pedir ayuda. Recordé ver cómo mis manos y piernas estaban deformadas a causa de las múltiples fracturas, y cómo lentamente la sangre manaba de mi cabeza y estómago formando un charco vistazo y aterrador. Recuerdo que frente a mí, a sólo unos centímetros, estaba mi celular encendido. Recordé la frustración de no poder alcanzarlo. Después, todo fue obscureciendo, y finalmente ya no estaba consciente.
Ahora comprendía mejor las cosas, aunque no tenía idea del por qué mi conciencia persistía. Reflexioné un poco al respecto, mientras me desplazaba alrededor de las personas que asistían a mi velorio. Me resultó interesante escuchar los comentarios que hacían sobre mí. Me complació saber lo mucho que me apreciaban, y cómo disfrutaban de mi compañía. Cómo les entretenían mis artículos, lamentando no haberles prestado atención cuando aún había tiempo. Disfruté escuchando las anécdotas que mis amigos relataban a los demás, de momentos compartidos. Aprecié la poderosa fuerza emotiva que desencadena la pérdida de un ser querido.
Aceptando mi situación y aprovechando la libertad que ofrecía la conciencia etérea, dí un último adiós a mis seres queridos. Me acerqué a cada uno de ellos y les susurré al oído las cosas que no podía haberles dicho antes, agradecí a quienes les debía gratitud y reproché acciones a quienes debía. Posteriormente, emprendí un viaje que me debía a mí mismo desde siempre. Mi objetivo era visitar los lugares que siempre había querido conocer pero no pude. Vislumbrar los más hermosos parajes que el planeta tiene para mostrar. Cumplir mi sueño de viajar al cosmos y estudiar aquellas cosas que me asombraban y maravillaban. Me convertí en un viajero de la conciencia, mientras la misma durara.-
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